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  • Foto del escritorgraciarjona

Sofía Engen

En la primavera del año 1267, Sofía Engen decidió emprender el viaje que hacía cuatro años prometió a su señora en su lecho de muerte. Cristina fallecía en plena juventud y tal y como fue encomendada por sus padres, los reyes, la acompañó y la sirvió desde la lejana Noruega hasta su sepultura. Su residencia quedó en Covarrubias, vigilando el sepulcro de la princesa, teniendo siempre presente la labor que debía cumplir.

Notaba ya los achaques de su edad y sin más cometido en esta vida que obedecer ese último encargo, solicitó a Felipe, Infante de Castilla, el permiso para volver a su hogar. Un alto en el camino le permitiría depositar a los pies de la Virgen Blanca el precioso tocado de seda y oro que había coronado la cabeza de su querida ama.

El camino de Santiago como columna vertebral del norte de España le iba a permitir viajar desde Covarrubias hasta Villalcázar de Sirga, hito templario cercano a Carrión de los Condes. Lo tomaría como punto para finalizar su primera parte del trayecto hasta el Portus Sanctorum Emeterii et Celedonii desde el que tomaría el barco para llegar a sus añoradas tierras vikingas. El noble Felipe le compensó por los años de servicio en los que había cuidado a su esposa, dejando organizado el regreso a su origen. Bergen, su ciudad de nacimiento, la esperaba. Llegaría allí justo en invierno. Muchas veces pensaba en la larga travesía que tendría que afrontar, cruzando el gélido mar del Norte. Sin embargo, el profundo convencimiento y la fe cristiana, aprendida y abrazada tras su breve estancia en el monasterio de las Huelgas en Burgos, le daban la fuerza y la confianza para saber que llegaría a su destino. Más bien se sometía a que el sumo hacedor le proporcionaría su ventura.

Las jornadas comenzaban muy temprano. La carreta en la que viajaba era muy incómoda y en muchas ocasiones se apeaba y caminaba por los senderos por dónde los peregrinos que marchaban hasta la ciudad Santa de Santiago iban dejando sus huellas. En esas caminatas, el pequeño bulto que tenía como equipaje y en el que guardaba sus únicas posesiones después de una juventud sirviendo a reyes y nobles, se quedaba custodiado por el campesino, al que le fue confiada la tarea de cuidar de Sofía como si de su madre se tratase. A sabiendas de que muchas veces las caravanas eran asaltadas, llevaba su preciado regalo para la Virgen de Lito escondido entre sus enaguas.

Su peregrinación estaba siendo apacible. El buen tiempo y el contacto con la naturaleza, habiendo estado los últimos años encerrada en un caserón, le permitían afrontar esa vital experiencia por tierras castellanas con energía e ilusión.

Quedaban muchos pueblos que cruzar y Sofía en ocasiones cedía su sitio en la desvencijada carreta a los peregrinos que debido a sus heridas mal caminaban por la ruta hasta poder llevarlos a buen recaudo en los hospitales que encontraban. Admiraba la dedicación con la que los hospitaleros cuidaban de las almas penitentes que llegaban en un goteo constante tras los muros de los asentamientos que con motivo de la ruta de las estrellas se estaban creando. Un mapa celeste que tenía como punto final el fin de la tierra conocida. Miles de luces que iluminaban los caminos y que marcaban la trayectoria para lograr la indulgencia plena. Jornada a jornada se iba acercando la llegada a la fortaleza templaria. El calor acompañaba y el esplendor de las futuras cosechas marcaban de verde las suaves colinas que atravesaban. La solitaria criada se sentía bien entre las gentes con las que compartía. Desde la pérdida de Cristina, ningún fin veía a su realidad. Pasaba los días rezando viendo como las horas se escapaban por las rendijas del portón, aislada del mundo y temerosa de que su existencia hubiese quedado enterrada entre piedras y plegarias. Y era aquí, en la incomodidad de las noches, en camastros, en las frías madrugadas y en las marchas a pleno sol por los senderos de Castilla, donde sintió renacer su propósito de vida.



Por fin, una tarde en la que la lluvia había hecho presencia y empapada hasta los huesos, pudo ver en la lejanía como el campanario de la inmensa iglesia ponía colofón a su última misión. Postrada ante la milagrosa Virgen Blanca rogó por el descanso eterno de su amada princesa y porque su llegada a la remota Noruega se diera con buen fin. No sabía en ese momento que la enfermedad la iba a debilitar y que tendría que necesitar la ayuda de los hospitaleros a los que tanto admiraba. Unas horas después de cumplir con el deseo de su ama, comenzó a sentirse mal y sucumbió a una dolencia que la retuvo en el albergue por varias semanas. La conexión con el barco que desde el Cantábrico la iba a llevar en dirección al norte se había perdido. Atrapada en el monasterio de San Zoilo hasta conseguir recuperar su maltrecha salud por aquel enfriamiento, veía pasar las semanas y sus ilusiones de volver a la tierra de sus ancestros se desvanecían.

Durante el verano comenzó a mejorar y prestaba ayuda a cuantos menesteres le eran requeridos, empezando sin darse cuenta a sentir cada vez más feliz de poder vivir ayudando a los que llegaban. El otoño cambió a ocre los árboles y a blanco sus cabellos, se preparó para pasar el invierno en Carrión de los Condes, viajando cuando era requerida a Villalcázar de Sirga como ayuda a los muchos caminantes que debían de detenerse por jornadas hasta recuperar de sus heridas o achaques. Y allí, frente a la Virgen Blanca, entre enfermos y caminantes, llenó su espíritu de fe y de alegría.

El destino final de su existencia no estaba al norte, dónde planeó: el apóstol le mostró que pertenecía al camino, al igual que la venerada imagen y junto a ella cuidó a los peregrinos hasta el fin de sus días.



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